
Delante de mí sobre el escritorio el tazón de consomé está caliente, humeante. Veo dentro de él la oscura ciénaga repleta de cuerpos flotando sin identidad que están a la espera de ser elegidos protagonistas de la próxima historia que aún no tengo ideada.
La mente me presiona para que comience a escribir. Tengo que tirar agua en la ciénaga para aclarar una idea, coger un cuerpo al azar y comenzar la novela.
Miro la casi invisible pero intensa hebra de humo que sube desde mi tazón y aspiro su aroma. Entre todos los cuerpos uno sobresale, estira los brazos para salir a la superficie aferrándose a la hebra. Veo como salta con fuerza desde ella hacia el cursor parpadeante en el documento en blanco de la pantalla del ordenador, lo consigue. Es el momento de luchar por la supervivencia del primer capítulo, de ponerle nombre y hacerle protagonista.
¡Olivia… Expósito! ¿Expósito? no es un apellido llamativo, tal vez porque su abuelo podría haber crecido en un orfanato, en algún lugar cerca de… ¿Y Olivia? así no albergo sus influencias narrativas. No está mal como nombre.
Levanto el tazón y disfrutó de un sorbo ya templado. Desaparecen de momento todos los demás cuerpos, me acompañarán en mis sueños y sentiré sus sollozos, pero ahora no.
Sobre la página imaginada intento crear el sendero azul tinta de su historia pero sigo obstaculizado por el bloqueo imaginativo motivado por la cotidianidad mental de mis relatos. Olivia, aun aferrada al cursor, levanta la cabeza y me mira esperando temerosa de su futuro. La miro y me veo reflejado en su temor. Ella por su posible anticipada muerte aún no novelada. Yo por la mía literaria.
Cojo el tazón y bebo otro sorbo. El consomé está frío. Su hebra ha desaparecido y con ella la conexión que me unía a la ciénaga también.
Cierro los ojos.
Unos segundos…
Mis sueños quedan interrumpidos por una voz adulta que sacude la mente y me sobresalta, una voz que destroza inesperadamente el viaje onírico y me devuelve al cuerpo que he dejado reposando en la silla del escritorio.
En la pantalla el nombre de Olivia y después de él, el cursor sigue parpadeando, escuchando.
Siento de repente la sensación de salir de un agujero. De pisar la seguridad del suelo de la cámara de entrada de la nave de mi verdadera imaginación. Y respiro su aire puro después de haber estado flotando mucho tiempo por el espacio oscuro de la macabra imaginación inventada por el oxígeno contaminado que me llegaba a través del tubo de respiración y que me mantenía conectado a la seguridad mi primer éxito literario. Miro el nombre de Olivia y le confirmo con un guiño de complicidad lo que está leyendo en mi mente.
En la esquina derecha de la pantalla las dos de la madrugada pisan mis parpados, retomo mi viaje acompañado del inicio de mi próxima historia.
M.C.
(Primer borrador Enero de 2015)
(Imagen: El grito – 1983. De Oswaldo Guayasamin)
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